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El compromiso de la moda con la novedad - o también: su incapacidad para resistirse a la demanda de gestos de frescura - consigue por momentos oscurecer sus deudas con la función más esencial de la ropa: cubrir y abrigar. En este invierno Carbone decide poner en primer plano esa necesidad primaria, dándole su merecido protagonismo a los tejidos, pero también a las tradiciones que los han refinado (por ejemplo, en el Norte de nuestro país) y a los seres que nos proveen sus versiones más nobles. En esta temporada, entonces, el peso de los hilados es más notable, sí, pero su estelaridad se refuerza con motivos que recuerdan sus condiciones de producción: representaciones alegres de las mujeres que mejor han sabido trabajar la lana y de las llamas, que constituyen uno de nuestros mayores tesoros. Esta suerte de retorno a la cálida realidad del resguardo, a su verdad orgánica última, no suspende la incansable inclinación de Carbone por la ficción. Es así que las prendas de esta colección, mientras le hacen un guiño a las quebradas andinas y a sus habitantes, nos proponen también un viaje imaginario a las estepas de Europa oriental, a las tradiciones eslavas y a los detalles y adornos que los evocan. El camino que empieza en lo esencial, entonces, termina en lo absolutamente accesorio: los pompones que le dan su nombre a esta colección. A los que se suman jazmines blancos bordados como copos sobre una camisa de viscosa color obispo; espejos y cordones que rescatan a una prenda de caer en la abstracción gélida; botones de nácar aplicados sobre los puños de un suéter; una balaclava en crochet con rosetas bitono y punto picot en el contorno del cuello… Podríamos seguir. Baste decir que poniendo de relieve estos caprichos encantadores Carbone nos recuerda una vez más que la fantasía es tan vital como el abrigo.

Familia Carbone

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